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Literatura sobre su Obra

María Victoria en el país de las maravillas

Cualquiera tiene derecho a ver el mundo como es, si es que sabe mirarlo, pero existen criaturas a las que también asiste el derecho a verlo tal como debiera ser. Gentes que no sólo saben que la vida es sueño, sino que sospechan que el sueño es vida y, yendo un poco más lejos y de la mano de un inmarchitable poeta malagueño, intuyen también que “a vida que es toda sueño la muerte no le hará daño”. Así esta María Victoria nuestra que ha encontrado teresianamente a los negligentes dioses del arte entre pucheros y que todos los días pasa y repasa las hojas de sus árboles.

Jamás cruzará por estos bosques oníricos la sombra errante de Caín. Aquí no pueden darse arboricidas con el hacha de guerra o la sierra eléctrica recién desenterradas. Éste no es sitio de pirómanos, sino de ruiseñores. Éstos son paisajes idílicos, bucólicas encrucijadas que requieren, a no más tardar, que Salicio juntamente y Nemoroso hablen de los peligros de la contaminación urbana. O que dos pastorcillos de esos que antes estaban todo el tiempo tañendo sus flautines de avena y que ahora tienen siempre el transistor pegado a la oreja, hablen de los firmes, si breves, pechos de una zagala a la que, por descuido de ella y no solo por malicia de los solitarios, vieron bañarse un día. Todo aquí está idealizado, y como sujeto a encantamiento. Esta arboleda encontrada no puede dar setas venenosas, ni geniecillos malignos. Si por estos vericuetos el lobo se encontrara con Caperucita compartirían la merienda.

Han hablado quienes de esto saben de perspectivas, de transparencias y de afinidades con la paisajística inglesa. Horrible palabra, esa de paisajística. Quizá estén en lo cierto, pero lo cierto es que María Victoria Mandly quisiera ver florecido el monte Coronado. Además, como se sabe, el paisaje es un estado del alma. Por eso será inútil que busquemos estos ríos y estos árboles en ningún sitio: son interiores. Su delicadeza se debe a que han sido pintados con un pincel hecho con las pestañas de una de las hadas que habitan estos bosques.

Ha soñado insistentemente María Victoria una isla que fuese capaz de hacerse a la mar. Una isla con brocales, escalinatas, regatos heraclitanos y crepúsculos dimitidos, pero sobre todo ha deseado hacerle el carné de identidad a la paz. Si por estos paisajes unánimes y diferentes aparece alguna figura humana, no es necesario investigar: es ella. María Victoria Mandly está haciendo célebre la difícil fonética de su apellido porque pinta cuadros que todos quisiéramos habitar. Para colmo, concurren en ella dos circunstancias a cual más extraña: no tiene pedantería y tiene compradores. Desdichadamente habituados a tantos colegas suyos que creen que Rembrandt –ignorando que ni siquiera él mismo logró serlo hasta mucho después- uno agradece esta falta de pretensiones y esta luz “no usada”. Sus cuadros suponen una venganza tan efectiva como inocente contra tanto propuesto feísmo. Y un viaje a un maravilloso país que no existe, a un lugar sin más límites que los de su propio sosiego.

Manuel Alcántara

He vuelto a casa de Victoria Mandly antes de que lo oscuro se insinúe, cielo abajo, en esta tarde que duda en ser de otoño. Ladran sus perros y nos cerca la yedra en un altozano que ella, Victoria, enriquece.

Victoria me ha venido acompañando hasta aquí por vericuetos que ningún plano sabe, y me siento junto a ella frente a un agua recogida en su jardín –primer término- y un agua que se pierde en el horizonte y que alcanzo a ver entre el rompimiento de árboles casi recién plantados pero a los que ya sobrecarga su fulgor excesivo.

He vuelto a ver, en su mansedumbre y sosiego, las pinturas de Victoria: lienzos y tablas que dan cabida a un paisaje opuesto a los ocres que la hiedra detiene. Porque Victoria no pinta este mundo sino el sueño que ese mundo sueña.

Victoria –me lo va contando ella misma- pinta primero esos celajes que protagonizan su obra, y más abajo unas frondas, y más abajo aún un río o un camino como los pintaría Carlos Haes, y después –sólo después, y acaso- alguna figura humana con un toque de bermellón que la distancia apaga.

Y hoy, en su casa, ante sus óleos y por su jardín, me he dejado vencer por ese descenso suyo sobre lo blanco inmaculado y por el descenso de lo oscuro que comenzaba a insinuarse sobre el paisaje inventado y el paisaje real.

María Victoria Atencia

Un lienzo en blanco: Preocupación, reto, intranquilidad, deseo, esperanza, miedo y también felicidad por tener algo que decir, saber expresarlo y conseguir que haya alguien que sepa apreciarlo y le inspire sentimientos.

Cuando me veo ante el blanco cuadrado o la nada, siento sensación de vacío en la boca del estómago. Entonces me levanto porque me acuerdo de que no le he puesto el pan a los pájaros o (ya tengo la excusa) he de tender la ropa, o recogerla, o ver si ha venido el correo. Miro las cartas, me siento, vuelvo a pensar, hasta que cojo el pincel, generalmente el más ancho. Blanco primero, sombra después, amarillo y rojo para una luz de atardecer. Oscurezco a medida que voy avanzando en la masa de colores, con poca materia, no quiero que se me ensucie el cielo, pero tampoco que me quede descolorido, porque tiene que reflejar una luz entre neblinas, que así es como yo me siento.

Los verdes me gustan muy oscuros, casi negros, pero sin usar este color, que no he utilizado nunca más que para firmar. Y luego vienen los amarillos y sienas, que no por estridentes dejo de emplear.

El cuadro está acabado, pero no me gusta. Hay que empezar a luchar ahora. Vuelta a empezar para hacer que aquellos árboles cobren vida y no parezcan una masa informe, o el reflejo del agua se corresponda con la luz del cielo entre las nubes. Para compensar y equilibrar el conjunto debes poner lo que haga falta o quitar lo que sobra. No sabes qué es, pero instintivamente vas a por ello, después el resultado será bueno o malo. Si es lo primero, darás por bien empleado todo el tiempo del mundo, pero si no, creerás que vas hacia atrás como los cangrejos y que nunca va a salirte bien un cuadro.

A veces hay momentos felices en los que te pones a pintar, vas dando pinceladas y las cosas van saliendo como si fueras escribiendo el abecedario y el resultado final es lo que a tí te hubiera gustado pintar aunque no sabías que lo ibas a pintar. Y sientes que has cumplido.

Victoria Mandly